La verdadera república.

El día 14 de abril se celebró el 92 aniversario del advenimiento de la II República española, un régimen que se considera republicano por la ausencia del Rey, y no por la virtud de sus leyes donde la igualdad ante ley y la libertad política —virtudes inherentes a lo que es una república— brillaron por su ausencia, empezando por lo que empezó diciendo su «Constitución» en su primer artículo: España es una República de trabajadores de toda clase. Sin embargo, aquel régimen no lo quiso casi nadie. La CEDA se conformó, pero en sus ideales estaba la monarquía; los líderes del PSOE decían que sólo era una república burguesa con la cual habría que acabar para proclamar la dictadura del proletariado; y los nacionalistas pensaban en trocear España y convertirla en una suerte de confederación, con desigualdades entre territorios.

Qué simplismo y qué reduccionismo es llamar «república» a la ausencia de un Rey en las instituciones. ¿Pero acaso hoy el Rey tiene un ejercicio en el poder más allá de lo simbólico? ¡Que el Rey firma el BOE! Pero es que no puede hacer otra cosa, salvo algunos casos excepcionales en torno a la unidad de España, en los cuales, la república se suprime siempre (véase en Roma la magistratura de la dictadura).

Por tanto, ¿qué diferencia hay entre esta España nominalmente monárquica y aquella España nominalmente republicana? Pues no muchas, y desde luego, la desigualdad ante la ley y la ausencia de libertad política son sistémicas en ambas.

Si dejara de haber Rey en España seguiría pasando lo mismo, la satisfacción sólo sería simbólica, como simbólico es sacar la bandera de la república cada año cuando se participa en un régimen donde la jefatura del Estado está reservada para una familia y los partidos políticos son los dueños del Estado. Una suerte de oligarquía ésta donde las personas que la conforman tienen el privilegio de formar parte de ella sólo por el hecho de ser elegidos por su jefe de partido, disfrutando así de los privilegios de no responder ante ningún votante y de las bulas que los demás oligarcas les conceden, sin que nadie se olvide de los aforamientos legalmente reconocidos.

España es una oligarquía de partidos coronada, que sin la corona seguiría siendo la misma oligarquía de partidos, donde la actividad del poder es despótica y en torno a lo que desde la jefatura de los partidos se decide. Si el régimen de poder español es una oligarquía de partidos, el régimen interno de los partidos es un caudillaje, en el que desde la jefatura del partido se concentra una única voluntad que sus mandados, designados en la lista de partido, deben obedecer y replicar en bloque.

La figura del Rey fue clave en la transacción de poder monocrático franquista al oligárquico de los partidos. Fue necesario para la regeneración de la servidumbre voluntaria que el Rey Juan Carlos I —que le debió a Franco su reputación de ser poderoso en la cima del Estado—, y los partidos —que se habían convertido en reputaciones para un poder democrático sin Franco—, convergieran mediante un consenso político para reformar el Estado franquista y convertirlo en un Estado de partidos.

La figura del Rey fue la pieza clave para la legitimación de esta renovación de la servidumbre voluntaria del franquismo, al ser a quien Franco nombró como su sucesor, y por tanto, en quien se proyectaba «la rutina en la obediencia a lo instituido» (Servidumbre Voluntaria, pág. 49). El Rey tuvo así un destino más simbólico que de poder verdadero. Los viejos enemigos se fundieron en un consenso político y la sociedad civil que vivió durante el franquismo abrazó el nuevo valor de esta nueva sociedad política estatal: la corrupción moral de la traición y su deriva lógica con el reparto constante del botín del Estado.

Pero en una relación de fuerzas sin consenso como la actual, con un régimen fuertemente desacreditado y una necesidad del poder de renovarse para mantener su estatus, de manera que sustancialmente siga todo igual, recurrirá a suprimir la institución monárquica del Estado. Si hace 50 años la monarquía sirvió para legitimar la oligarquía, hoy puede serlo una falsa república. ¡Sería peor una oligarquía de partidos sin corona que coronada!

Reivindiquemos una verdadera república, en un sentido positivo del concepto y no como una mera negación de la monarquía, indentificándola en una nación que elige separadamente los poderes políticos del Estado (ejecutivo y legislativo). La virtud de las leyes no la logra el pretencioso Estado de derecho; aquella tesis que consiste en que el Estado se somete a su propio derecho de manera que, aunque todos los Estados tengan derecho, el Estado de derecho suprime la arbitrariedad del poder. El Estado de derecho sólo se puede garantizar, o dicho de otra manera, la arbitrariedad del poder del Estado sólo se puede eliminar de manera que abarque a todos los estratos de un Estado nacional, desde el cuerpo gobernado hasta el gobernante, con unas instituciones inteligentes basadas en la separación de poderes; un sistema garantista o cautelar. La separación de poderes garantiza la igualdad ante la ley republicana.

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