Todas las ideologías son falsas.
Las ideas pueden coincidir o no coincidir con la realidad. Cuando una idea no coincide con la realidad, entonces sólo existe en el pensamiento, y la llamamos ideal. Pero cuando una idea sí que se correlaciona con la realidad, entonces decimos que es una verdad.
Existen ideales que pretenden ser verdaderos, es decir, que se correspondan con el mundo real, pero sin que demostradamente sea así. A estos ideales se les atribuye una universalidad (un logos) que en realidad no tienen, y es entonces cuando se convierten en ideas-logos, en ideologías.
Una ideación parcial se convierte en un principio de razón universal por medio de la ideología. En esta palabra colisiona una antinomia de conceptos: el oxímoron de lo que es parcial con lo que es total.
Aquella persona con ideología parte de una idea que puede ser buena y verdadera en algunos casos, pero pretende hacerla valedera en todos: explicarlo todo a partir de esa idea y sin salir de esa idea. Las ideologías se transforman así en sistemas de pensamiento rígido, que pretenden explicar la totalidad del mundo partiendo de un punto de vista sesgado.
A la ideología se la suele identificar con el sufijo «-ismo». Originalmente, este morfema se aplicaba en la literatura médica para formar sustantivos relacionados con la patología (reumatismo, estrabismo, traumatismo…), es decir, para designar un padecimiento. Tomando este símil, la ideologización es un padecimiento de las ideas. Cuando una buena idea se enferma, se vuelve un «-ismo».
El «-ismo» indica una degeneración de las ideas originales, ideas que pueden ser ciertas o convenientes para una concreta situación, pero no para aplicarlas universalmente. Por ejemplo, el descubrimiento de las relaciones de producción como fundamento de las superestructuras políticas se debió a una idea genial de Marx, pero a partir de ahí tratar de explicarlo todo sobre la base de las relaciones materiales y de dominio degeneró en marxismo (¡ni el propio Marx sería marxista!); de igual modo, la reforma de Cristo a la ley mosaica guarda unas verdades imperecederas, pero cuando se construyeron a partir de su persona tantos dogmas, su mensaje degeneró en cristianismo (¡Cristo se habría rebelado contra las confesiones cristianas tal y como hizo con los fariseos!). Idéntico deterioro se aprecia en otras ideas que son nobles y excelentes de por sí, por ejemplo, la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, que hoy degenera en feminismo cuando a todo se le aplica esa perspectiva; ni siquiera la Ciencia se libra de ideologizarse, degenerando en cientificismo cuando se la pretende aplicar a absolutamente todo, como única fuente de conocimiento válido.
Tal vez la ideología se deba a una tendencia de nuestro cerebro de economizar la energía y ahorrar recursos. Es neuronalmente muy costoso labrarnos nuestro propio criterio para todas y cada una de las cuestiones e interrogantes. Por eso es cómodo que prefiramos tomar una perspectiva ideológica y tratar de explicarlo todo fácilmente con arreglo a la misma, sin pensar más allá, y evitando así tener que esforzarnos en demoler para luego construir nuevas sinapsis neuronales (con el trabajo que nos había costado entretejerlas). Las ideologías son caminos preestablecidos para ahorrarnos la molestia de pensar por nosotros mismos.
He ahí por qué las ideologías nos despersonalizan: nos alejan de nuestro Yo original, nos apartan de nuestra propia mente. Cuando adoptamos la visión de un sistema ideológico —ideales convertidos en universales que otros idearon—, sustituimos nuestro pensamiento y su capacidad ubérrima de dar a cada cuestión concreta una apreciación distinta y genuina, con un punto de vista completamente diferente… que tal vez nadie pensó antes.
Por eso, cuando alguien dice «yo soy de derechas» o «yo soy de izquierdas» se está degradando como ser humano. Insulta a su propia inteligencia y a su capacidad de pensar por sí mismo. En lugar de eso, eleva tu majestad como el grandioso ser humano que eres y di: «¡Yo soy el que soy!». Pocas cosas se comparan con el indescriptible gozo de ser lo que uno es. La verdad de ser nosotros mismos proporciona una felicidad constante al alma. La autoaceptación total (el amor a ti mismo en toda circunstancia) es el bálsamo de todo sufrimiento, ¿cómo dejar entonces que una alienante ideología profane el hermoso templo de tu mismidad?