La enfermedad de España y su cura (parte V).

Tiranía II

Como vimos en el artículo anterior, donde explicamos el origen del régimen del 78, vamos a ver cómo funciona el sistema electoral, o lo que es lo mismo, cómo se origina el poder de los partidos políticos, los diputados y el presidente del Gobierno. Tenga en mente que la forma de acceder al poder es lo más importante de un sistema político.

Todo empieza con una campaña electoral de 4 años de duración. No se preocupe, no es un error tipográfico ni un lapsus, las campañas electorales en España son ininterrumpidas desde que un partido político alcanza la más mínima cuota de poder. Al contrario de lo que ocurre en otros lugares, como Estados Unidos, los partidos no hacen campaña unos meses para luego hibernar hasta los próximos comicios; en España los partidos son estatales y mantienen una vida orgánica interna cuya complejidad depende de su tamaño. No es raro ver partidos que gastan alrededor de 27 millones de euros al año en sueldos para meros militantes. La presencia de políticos en televisión es constante, las 24 horas del día, incluso de los que no ostentan un cargo público. La campaña de marketing no cesa, se hace imposible pensar tranquilamente acerca de un hecho cuando hay una veintena de personas dando versiones contrarias de lo que ha ocurrido, salpimentando sus declaraciones con trampas sentimentales y eslóganes ideológicos. Todo el santo día. El resultado es que el español no piensa, está saturado, acaba inmerso en un debate perfectamente dirigido por las cúpulas de los partidos, defendiendo una u otra postura sin darse cuenta de que ninguna de ellas le beneficia o de que el propio debate es irrelevante o contrario a sus intereses. No podemos descansar entre unas votaciones y otras salvo el día llamado «jornada de reflexión»; o sea, después de 4 años dándole el coñazo, con perdón, le invitan a usted a reflexionar durante 24 horas, revistiéndolo de una solemnidad cuasi-religiosa, como si en ese rato fuese usted a cambiar sus ideas. El discurso varía, lógicamente, al acercarse la fecha de las votaciones y se oyen todo tipo de promesas, algunas de ellas claramente imposibles o fantasiosas, otras ya conocidas de anteriores votaciones (si vuelves a prometer lo mismo, será que no lo cumpliste la vez anterior) y algunas tan genéricas que valen para cualquier cosa pero que quedan bien. ¿Acaso importa?

La cúpula de cada partido elabora unas listas de candidatos a diputados por cada provincia. Huelga decir que los puestos principales en cada lista están reservados a los más fieles, más obedientes o más peligrosos (los que más trapos sucios conocen y conviene tener contentos). En el resto de puestos puede ir cualquiera, ya sea el cuñado del secretario, el primo del portavoz, su esposa o uno que pasaba por allí ese día. Tampoco es necesario que la persona incluida en la lista haya pisado en su vida la provincia por la que se presenta, o que no tenga antecedentes, o que su inmoralidad sea de sobra conocida. ¿Cuál es la relación de poder aquí? Obviamente el jefe o la cúpula del partido mandan sobre los futuros diputados. Los candidatos deben hacer méritos, esto es, complacer al jefe, para optar a un sillón. «El que se mueve no sale en la foto», diría Alfonso Guerra. Esto incluye todo tipo de discursos públicos y, sobre todo, de silencios. El diputado debe todo a su jefe, pues es su jefe y no usted, quien elige al diputado.

Llega el célebre día. Usted es un votante ilusionado que se levanta temprano para ejercer un derecho político «que tanto nos ha costado» (hágame llegar, por favor, copia de la factura). Se siente importante como ciudadano español, después de 4 años le permiten participar en la política y hay que aprovecharlo. Nadie quiere perderse «la fiesta de la democracia» y usted no es un amargado, ni tampoco un vago como esos abstencionistas que se despiertan a la hora de almorzar. Tiene claras sus ideas, lo que quiere para España y para su familia, y piensa «votar con todas sus fuerzas» para que el Partido Z (ficticio) salga «vencedor». En su mente tiene la cara de los candidatos más famosos, aquellos a los que su jefe ha permitido aparecer en televisión; del resto no tiene ni idea, pero seguro que son de fiar, usted confía en el buen ojo de sus compañeros más populares. Es curioso que, siendo unas votaciones generales en las que sólo vota por unos pocos diputados en su provincia, esté pensando ya en quién va a gobernar y qué leyes se van a hacer; pero no nos distraigamos, total, «así es como ha sido siempre».

Acude usted al colegio electoral que le han asignado y se acerca a una mesa donde están todas las papeletas. En ellas ve claramente la lista de personas que las componen y el logotipo del partido al que pertenecen, bien grande. Usted ojea en busca de la papeleta del Partido Z. Busca el logotipo, no el nombre de los diputados. Coge la papeleta y comprueba que esté en buen estado. Lee la lista de candidatos. Ahí están los dos que usted conoce, en los primeros puestos, los que más posibilidades tienen de conseguir escaño. Para su sorpresa, han vuelto a poner en la lista a un tipejo que se hizo tristemente famoso por maltratar a su mujer y malversar fondos en un ayuntamiento hace años. A usted le parece un indeseable, le cae fatal y considera que no hará ningún bien; sin embargo, la única manera de no apoyarle es dejar de votar la lista completa. El precio es muy alto, así que se autoconvence de que será mayor el bien que hará el partido que el mal que pueda hacer una sola persona. No hay tiempo para cuestionarse en qué lugar deja al partido el haber puesto a esa persona ahí. Coge un sobre, guarda dentro la papeleta «tapándose la nariz» y piensa que en el peor de los casos robarán lo mismo que el resto de partidos, pero al menos estos «gestionan mejor» y no me quitarán «la paga». Lo que importa es que no gane el Partido Y, esa gente arruinaría el país y recortaría nuestros derechos, todo el mundo lo sabe. El único que puede salvar la patria es Don Fulano, líder del Partido Z que, por cierto, no aparece por ningún lado en la lista que usted ha escogido, pero que seguramente sea presidente del Gobierno si su partido obtiene una gran cantidad de votos, no tiene muy claro mediante qué norma o procedimiento. Es un poco raro, pero no es momento de pensar, que todavía no ha desayunado. Se acerca a la mesa, se identifica, su vecino le permite introducir el voto en la urna y usted ejerce con orgullo su derecho a firmar cheques en blanco. Ha participado en la liturgia, ha comulgado y demostrado su fe y siente que es mejor ciudadano. Ya puede retirarse, ya ha cumplido. Hasta dentro de 4 años, cuando le vuelvan a necesitar.

Según se cierran los colegios electorales se empiezan a contar los votos, momento en el que puede estar presente cualquier persona. Cuando cada mesa termina su trabajo (después de algún descarte más que dudoso) se elabora un acta donde se refleja la cantidad obtenida por cada una de las formaciones. Las actas se exponen públicamente en la puerta del colegio y un empleado público lleva una copia a un centro de datos gestionado por la empresa Indra, que a su vez envía la cuenta provisional al Ministerio del Interior. A continuación las papeletas son destruidas. Teóricamente, según la Ley, días después deberá hacerse recuento manual de las actas en las juntas electorales provinciales para obtener los datos definitivos. La asociación Elecciones Transparentes ya ha denunciado que este escrutinio no se está llevando a cabo y que en su lugar se está utilizando el conteo provisional, dándolo como final, con unos márgenes de error de casi 800.000 votos. La Junta Electoral Central es la encargada de dirimir cualquier recurso o queja; la mayoría de los miembros de este órgano son elegidos por el Consejo General del Poder Judicial (que a su vez están controlados por…). Una vez publicados los resultados en cada provincia se reparten los escaños de forma proporcional. Le garantizo que si le digo a usted los votos obtenidos en su provincia por cada partido, será incapaz de decirme cuántos asientos va a ocupar cada uno a menos que saque una libreta y un bolígrafo para hacer las cuentas; tal es la «claridad» del sistema proporcional por provincias que utilizamos. Afortunadamente ya lo calculan otros por nosotros y lo plasman de forma visualmente atractiva y comprensible por televisión. Al ver en pantalla los resultados del reparto puede extrañarle el hecho de que en Soria un partido haya conseguido 1 diputado con tan sólo 25.000 votos, mientras que otro partido ha obtenido 1 escaño en Madrid tras acumular más de 96.000. Parece que el voto de todos los españoles no tiene el mismo valor.

Todos a celebrar. Desde el que ha obtenido la mayoría de los escaños al que ha perdido la mitad de los que tenía. Todos muestran su júbilo por televisión. Es lógico, verdaderamente todos han ganado, escaño arriba o escaño abajo los que importan en el partido siguen teniendo un sillón. En la «caja tonta» aparecen los líderes de los partidos y sus segundones todos sonrientes, aplaudiendo, y no hay rastro de ni uno solo de los diputados que aparecían en la lista que usted votó. De hecho, desde ese momento en adelante sólo se hablará de lo bueno o malo que es el partido y su líder. Los diputados electos de un mismo partido pasan a convertirse en un bloque uniforme con una cabeza dominante, los individuos dejan de importar, la prioridad de cada diputado es devolver el favor a su jefe, ninguno de ellos es libre. Los votantes ya no son necesarios. Pasada la resaca, el rey y Jefe del Estado (por herencia) se reúne con el líder de cada una de las formaciones con presencia en el Parlamento. Sabrá Dios de qué hablan en esas reuniones que no hayan hablado previamente, si de la familia, el tiempo o el partido del domingo. El rey propone a uno de los candidatos para que sea sometido a aprobación del resto del Parlamento. En ocasiones está claro quién será apoyado por la mayoría de diputados, pero de ahí puede salir cualquier cosa. El candidato cuyo partido tenga mayoría de escaños (supuestamente, es el partido preferido por la población votante) no tiene garantizada la presidencia, otros partidos podrían pactar entre sí para colocar al suyo. Podría ocurrir, incluso, que el candidato de un partido pacte con partidos con los que juró no pactar nunca, cuando estaba en campaña electoral, traicionando sin vergüenza ninguna a todos sus votantes. O también puede pasar que, finalmente, a ningún partido le interese la tajada que los demás le ofrecen, de manera que el rey tenga que presentar otro candidato y, de repetir el resultado, convocar nuevas votaciones generales. Entre pitos y flautas, entre 2015 y 2016 estuvimos 10 meses sin gobierno, y España siguió funcionando como si nada; este es un problema típico de regímenes de poder semejantes al nuestro, como puede verse en Italia y Alemania. Tenemos entonces que, aun conociendo el número de votos y el número de escaños, y ocupados ya todos los asientos, el votante no tiene ni pajolera idea de quién será el presidente del Gobierno. A pesar de que la mayoría de esos votantes, por algún motivo, votaron pensando en quién querían que gobernase España. Este sistema electoral es una «maravilla».

Supongamos que después de este tortuoso proceso ya tenemos presidente. Un presidente que, insisto, no ha sido elegido por ningún votante. El presidente nombra a sus ministros, entre los cuales puede haber diputados y no diputados, y se forma el nuevo Gobierno. Estas personas ocuparán el llamado «banco azul» en el Parlamento, es decir, se sentarán junto al resto de diputados. Los diputados del mismo partido tienen una deuda que saldar, no basta con haber dado su apoyo a la candidatura de su jefe para la presidencia, deben obedecerlo durante todo su mandato. Si usted conoce la «constitución», sabrá que el artículo 67.2 dice: «Los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo». Es decir, no se le puede decir a un diputado si debe votar a favor, en contra o abstenerse en una votación del Parlamento. La «disciplina de voto» es inconstitucional, como nula es toda ley aprobada inconstitucionalmente. Ya sabe usted lo que ha venido ocurriendo desde 1978 hasta hoy, desde la conocida práctica de levantar los dedos para indicar qué votar hasta las multas económicas dentro del partido por salirse del tiesto.

Es muy sencillo demostrar que esto es así superponiendo el color del partido de cada escaño al color del resultado de una votación:

La imagen lo deja bastante claro. Siendo así, uno se pregunta ¿por qué no acuden al Parlamento sólo los jefes de los partidos? Nos ahorraríamos el sueldo de unos 340 diputados y cada jefe votaría las propuestas usando el porcentaje que tiene su partido.

Los diputados, como digo, no son libres para cumplir sus promesas con los votantes ni tampoco para «votar en conciencia», obedecen al jefe única y exclusivamente. Pero es que el presidente del gobierno tampoco es libre si necesita los votos de diputados de otros partidos para mantenerse en el poder, siempre tendrá una deuda con los jefes de esos partidos y tendrá que pactar. Ocurre entonces el sinsentido de que un partido con 3 escaños, los llamados «partidos bisagra», adquieren un poder inmenso que no es proporcional a los votos que obtuvieron. Basta que ese pequeño partido retire su apoyo para hacer caer al gobierno. El presidente verá sus decisiones retrasadas y condicionadas, no podrá dirigir el Estado según su propio plan o tendrá que ofrecer grandes «pagos» a esos partidos para mantenerlos contentos. Esto es exactamente lo que ha ocurrido con los partidos regionalistas españoles en Cataluña y País Vasco, es el principal motivo de que ambas oligarquías autonómicas tengan las competencias que tienen y hayan podido hacer y deshacer a su antojo. El sistema electoral proporcional produce estos efectos.

Uno de los partidos podría obtener más de la mitad de los escaños en las votaciones, lo que se llama mayoría absoluta, de manera que no sería necesario realizar pactos con otros partidos y la presidencia estaría clara, los diputados del mismo partido votarían por el miembro de la cúpula que les colocó en la lista. Podría parecer que esto es peor que un Parlamento más repartido porque tendemos a pensar que los diputados están ahí para defender lo prometido, y que más personas participando de una decisión significará un mayor control sobre lo que se hace. Evidentemente esto es una ilusión, por lo que vengo explicando: los diputados no forman un cuerpo independiente de oposición a quien gobierna. En vez de eso, son peones de unos jefes que votarán lo que toque en función de las ganancias que obtengan, y no en función de si lo que el partido mayoritario quiere aprobar es bueno o malo, o si contradice su ideología o los intereses de los votantes; todo eso es siempre secundario.

Este sistema permite también otras posibilidades, como que un diputado de un partido que ha obtenido pocos votos forme parte del gobierno, mediante pactos entre ellos, o que un señor sea presidente sin que haya unas votaciones generales. Aunque tampoco es tan importante porque, como sabemos, nunca hemos votado a nuestro presidente en España.

No ahondaré en el «consenso político», concepto anti-democrático por antonomasia que en España goza de un estatus de sacralidad incontestable, pero sí quiero incidir un poco más en los pactos y el mercadeo parlamentario. Supongamos que un partido prometió construir en su pueblo un parque acuático; otro partido prometió, en cambio, montar un palacio de deportes con pistas de atletismo. Los votantes de uno y de otro quieren, evidentemente, que «los suyos» ejecuten el plan al que se habían comprometido y que fue el motivo de que les votaran. Como los diputados funcionan como un solo bloque, por cada partido, si ninguno tiene mayoría suficiente es imposible que se haga ninguno de los dos planes. Pero oye, eso no puede ser, los vecinos quieren resultados, «no pueden pensar que no estamos haciendo nada», dirían los diputados. No hay problema, el partido menos votado se ofrece a negociar. Una negociación implica ceder, siempre renuncias a algo a cambio de conseguir otros objetivos que consideras más valiosos. Negociar, pactar, significa que algo de lo que se prometió no se va a hacer. Requiere, forzosamente, una traición al votante. Y es una traición, y no un fracaso, porque a sabiendas de que no van a cumplir siguen negociando para sacar tajada para sí mismos, no para los votantes. Yo voto que sí en esta propuesta y tú me apoyas luego al alcalde en tal ciudad. Yo acepto cabrear a mis votantes un poco si con eso me apruebas los presupuestos. Luego es muy fácil decir «nos vimos obligados, ya sabéis cómo son los otros». En el ejemplo de antes, el resultado sería que el pueblo no tendría un parque acuático ni una pista de atletismo, sino una piscina olímpica, algo que nadie quería pero que más o menos cumple con las dos cosas. Este pacto no es algo que se firme de la noche a la mañana, los vecinos, votantes de ambos partidos, sabían lo que tramaban y estuvieron totalmente en contra desde el primer día pero ¿qué podían hacer?

¿Qué mecanismos de control tenemos una vez que un diputado ocupa el escaño? Si el partido pacta con otro, cuando dijo que nunca lo haría, o propone cosas contrarias a lo que prometió, ¿a quién podemos quejarnos? ¿A quién le tenemos que echar la culpa? ¿A los diputados que salieron de nuestra provincia, cuya lista votamos? ¿A cuál de los 10? La responsabilidad personal de cada diputado se diluye en el partido, en una masa sin forma. Recordemos que estamos analizando las relaciones de poder dentro de este régimen. ¿Cuál es la relación de poder entre el electorado y cada diputado?

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