Hegemonía, servidumbre y dominación a través del impuesto de patrimonio y la subida de autónomos.

La hegemonía es el dominio de la cosa de la forma más velada, sin necesidad de medios de coerción visibles porque atañe de forma directa a la cultura. En última instancia a la costumbre, es aquella que evade del raciocinio al individuo pese al transcurso del tiempo, basada en su aceptación primigenia; podría decirse que inclusive ha sido mamada como del biberón, como del pecho al nacer.

Es la hegemonía la que potencialmente se alcanza por un grupo social, por una élite o concurso de personas ministeriales, para hacer que un conjunto de ideas sea propio de la masa, y además de forma acrítica. Y aquí quizá se confundía Ortega y Gasset cuando definía el hombre-masa de forma sublime, pero le otorgaba la dirección del transcurrir político, cuando en esencia es al revés: no parte del sujeto sino de la hegemonía sobre el sujeto. Es la hegemonía cultural (cuando no se basa en un contenido sino en simple poderío) la que se desliza al espíritu del individuo para insuflarle una falta de sentido crítico y un movimiento interesadamente direccionado hasta convertirle en una masa amorfa, anunciando la incapacidad de ser libre en su propia vida, al eliminar su forma individual y desposeerlo de libertad de movimiento.

Claramente en los autoritarismos, en las antiguas monarquías totalitarias, la hegemonía era impuesta por la fuerza mediante la decapitación, mediante el destierro, mediante el sometimiento y el esclavismo. Hemos mejorado, pero alegrándonos por la mejora en las formas, hemos de preocuparnos por la continuidad y autoridad persistente del propio fin. La conquista del poder que en nuestro tiempo no es un medio, sino un fin en sí mismo.

Cuando se habla de hegemonía cultural, por tanto, se está hablando de una dominación sobre la cultura. Atañe de forma directa a las instituciones del Estado, a los valores, a las costumbres y hábitos, al sistema de creencias y a la moral existente de forma externa al individuo, pero interiorizada en él. Todo es cultura, pero en la política y el juego del poder la cultura es la organización institucional, las clases sociales, la superestructura que domina. Se enraíza aquí de forma clara la opinión mediática, como forma eficaz y eficiente que tiene la entera capacidad de conformar un pensamiento único por el cual la sociedad se organiza en un régimen político definido. Tiene una función específica, que es la de conseguir lo aceptable, lo incuestionable sobre toda materia; lo que por definición es dudoso o propio del litigio.

La hegemonía se ve y se palpa cuando no se practica la servidumbre, cuando con el sentido crítico se adquiere una conciencia de existir. Aquí hay una distinción clara en el momento actual de aquel que es siervo voluntario, con aquel que adquiere conciencia crítica. Esto es necesario explicarlo con un ejemplo concreto.

Una hegemonía cultural asentada, en la que vivimos insertos en la actualidad, tiene en su haber críticas por parte de la ciudadanía que no se basan en el conocimiento, sino que son construidas mediante resortes emocionales con el objetivo de su propia defensa. Como ejemplo, la reciente crítica a la voluntad de eliminar el impuesto de patrimonio en la comunidad andaluza. Habría que remarcar que su destierro no es que signifique regalar a los grandes patrimonios 110 millones de euros (dato de recaudación por este impuesto en el año 2021) sino simplemente el no confiscarlos o el no quitárselos a su legítimo dueño, el no adquirirlos sin el consentimiento previo; en cualquier caso no recaudarlos no es sinónimo de «regalar». Pero aquí esta hegemonía cultural que impera puede traer a colación una idea irracional, el bien común, la sanidad pública, o el sexo de los ángeles, para apelar a la masa acrítica que no dará su brazo a torcer, sino que lo tiene torcido de nacimiento, desde la lactancia, de forma que surge una clara oposición a la medida. Y este que se opone no sería siervo simplemente por esta protesta hacia la medida política, sino una persona con opinión propia al percatarse de una voluntad populista; pero hace un acto de aclamación contra la eliminación del impuesto al mismo tiempo que el presidente Sánchez acaba de confirmar donaciones de 130 millones a la fundación que promociona Bill Gates y otros 100 millones a ONU Women. Es aquí en un punto histórico, conexo, en el que se ve de forma clara cómo la hegemonía cultural de unas ideas vacías de contenido hacen unidad en un grupo de individuos convertidos en masa, haciéndoles siervos de su propia vivencia, cuando al mismo tiempo se posicionan de forma visceral en contra de no recaudar por un impuesto más que cuestionable, a la vez que callan ante el desfalco de las arcas que les ocasionan de largo un mayor inconveniente. Así se hace el siervo, así funciona la hegemonía de nuestro día.

Existe otro modo de ser sometido de forma más clara: la dominación, ya no de forma velada, sino a través de la coerción. No vamos a traer de nuevo el ya maniqueo hecho acontecido durante el periodo de pandemia, en el que una persona podía tener problemas con la autoridad al no seguir alguna medida inconstitucional, siendo llevado al acatamiento por coerción, sino que vamos a traer otro tema relacionado con el presupuesto, con el de las subidas impositivas a los autónomos que nos trae en breve nuestro queridísimo ministro Escrivá. El autónomo desfallece hoy en día: sobre él recae un sufrimiento vital por su porvenir ante la subida de unas cuotas a todas luces indecente, ya que  el sufrimiento de unos no puede ser la salvación de todos, y mucho menos cuando hablamos de un colectivo al que se le llega a extraer su sabia vital. Ya casi no le corre sangre por las venas, sino pareciese un líquido blanquecino representativo de Valencia. ¿Serán estos siervos? O por el contrario, ¿serán llevados a la dominación coercitiva, suponiendo así un acto de contrahegemonía cultural allanando el camino a la libertad?

No se engañen: la hegemonía se mantiene mientras usted no haga oposición. Odio al indiferente como diría Gramsci: «la masa de los hombres abdica de su voluntad, deja hacer, (…) permite la promulgación de leyes que solo la revuelta podrá derogar (…) los hechos maduran en la sombra, unas pocas manos que nadie controla tejen la tela de la vida colectiva, y la masa lo ignora, porque no le preocupa».

Hoy en día, si cabe más que ayer, es necesario un resurgir de la disidencia: la disconformidad generada como oposición a la hegemonía comúnmente aceptada. Ello es un acto de albedrío, de libertad, que contraviene por derecho propio. Y hemos de estar precavidos ante la disidencia controlada instalada en algún que otro partido político de masas, dado que supone el engaño de un camino ya pavimentado del sometimiento, para que el sucio y poco vistoso de la libertad sea el menos transitado.

Hoy escribo estas letras con la intención que otros tuvieron antes, acordándome de Robert Michels cuando leí su obra Los Partidos Políticos: «la persuasión es un medio excelente en la lucha por la conquista del poder, pues (…) una clase convencida, aun contra su propia voluntad, de que el ideal del adversario se basa sobre mejores razones que las suyas propias y está inspirado por objetivos morales más elevados, tendrá menos fuerza para continuar la lucha».

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