La fe de los inconformistas.

Una falsa premisa sirve para gobernarnos a todos. La creencia de estar sumidos en un Estado democrático acalla la alarmante verdad de un sistema enfermo. Las apelaciones constantes a una responsabilidad ciudadana estéril, unidas a un torticero manejo del miedo coyuntural, amansa la imperiosa necesidad de someter a crítica el dogma contemporáneo de la democracia.

El verdadero gigante se encuentra sustraído por los brazos de Morfeo. El pueblo dormita mientras las injusticias se van concatenando bajo el yugo de la opresión. Sin embargo, algunos mandatarios se empiezan a mostrar especialmente preocupados cuando sienten cerca la fe de los inconformistas.

Efectivamente, hablo de aquellos que luchan a diario contra el virus de la pseudodemocracia, héroes silenciosos que nos gritan que el único remedio y  la  única vacuna para  frenar el efecto cataléptico de la infección en nuestras mentes es reflexionar y tener voz propia.

No es casualidad que cada vez que sacude de forma violenta la tempestad, nuestros dirigentes pretendan sedarla. ¿Os suena la expresión nueva normalidad? Es el término acuñado por excelencia para pretender fijar la vista en el horizonte futuro desviando la atención de las connotaciones del pasado. La nueva normalidad es disolver el pasado para que el futuro sigua igual. Con la inexorable ansia de olvidar, la clase política de la partidocracia evita asumir responsabilidades y el sistema continúa igual.

Es indiferente el contexto histórico en el que nos encontremos: si la crisis económica acecha al país hasta dejar a sus conciudadanos sin aliento, escucharemos que debemos orientarnos hacia una nueva normalidad de recuperación económica; que los atentados terroristas sacuden, erosionan y estallan una convivencia social pacífica, todo quedará reducido a las cenizas de centrarnos en una nueva normalidad que luche contra ello por sí sola; que soportamos un inigualable número de procesos judiciales por la latente y patente corrupción de la clase política, se soluciona con multitud de medidas de maquillaje encaminadas a una nueva normalidad política.

¿Y cómo se maneja una crisis sanitaria? ¿Y si se toman decisiones que conculcan gravemente los derechos más elementales de la ciudadanía? ¿Y si la apariencia democrática se diluye bajo los efectos de una toma de decisiones dictatoriales para, supuestamente, erradicar una pandemia? Todo pasará inadvertido bajo la sombra que cobija una nueva normalidad.

Esa concepción anestésica pretende operar con milimétrica técnica quirúrgica los sentimientos de la población. Sin embargo, reina el silencio en la noche, cuando a lo lejos se escuchan los tambores de mentes espolvoreadas por la  provocación. La fe de los inconformistas avanza enfurecida con el apoyo de las masas, y en su ser, vibra el arma más poderosa y mortífera: la palabra.

No hace falta alzarse en armas, no hace falta que la sangre llegue al río: no hay mayor caballería que la reflexión y no existe mejor retaguardia que el inconformismo.

Pues lo contrario, es la forma moderna de asumir la nueva normalidad. Aquella con la que no superamos los miedos ni las resignaciones, aquella en la que admitimos una realidad que nos imponen, en vez de construir nuestra propia entelequia.

Es indiscutible aseverar la dureza de los tiempos que corren, pero no podemos aceptar que el timón de nuestro barco quede al libre arbitrio de una clase política incapaz de reconducir la situación a buen puerto. No debemos tolerar que su única lucha sea la ser patrón, sin haber sido marinero, pues sin nociones mínimas de navegar estamos condenados al más cercano naufragio.

Recordémosles quiénes construyeron este naviero, alcemos las velas de nuestro destino, seamos nosotros los únicos capitanes de nuestro futuro. Ya que, cualquiera que acepte pasivamente el mal está igual de implicado en él como quien ayuda a perpetrarlo. Quien acepta el mal sin protestar en su contra, en realidad está cooperando con él (Martin Luther King).

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