La Libertad y su fundamento biológico.

Nada resulta más desconcertante y preocupante que el hecho de ver nuestras vidas dirigidas por unos personajes que se limitan a calcular el resultado electoral de sus decisiones sin reparar en las consecuencias reales que éstas traerán, ya sea a corto, medio o largo plazo.

Para ello, se sirven de leyes, es decir, de normas de obligado cumplimiento que aparejan las correspondientes sanciones para el ciudadano que las incumple. Antes se solía decir que todo lo que no está expresamente prohibido por la ley, está permitido. Hoy nadie se atreve a llegar tan lejos, a lo sumo, podemos decir que todo lo que no está prohibido está regulado por esa formidable maquinaria legislativa que anida en los órganos del Estado.

El problema de este tejido legislativo es que resulta tan tupido y disfuncional que impide el desarrollo de cualquier actividad humana guiada por una sana espontaneidad natural. La palabra «ley» ha dejado de ser una expresión de la seguridad jurídica para el ciudadano libre y se ha convertido en un instrumento de ordenación social; algunos gobernantes ya utilizan sin pudor la expresión «disciplina social». La tendencia de esta deriva es la represión de cualquier conducta que no se ajuste al régimen legislativo. No media mucha distancia entre la sociedad actual y aquellas sociedades presas del totalitarismo de Hitler o Stalin.

Si bien es cierto que en España nunca ha habido libertad política colectiva, ahora nos estamos quedando sin las libertadas individuales concedidas en un principio con el Régimen del 78. A medida que al sistema oligárquico se le descubren sus vicios estructurales, éste se vuelve más celoso (y peligroso) en la defensa de su poder.

Paralelamente, el ciudadano se empieza a sentir cada vez más constreñido, se encuentra notablemente irritado, no por una cuestión ideológica, falso, sino por una emoción profundamente natural, la del instinto de supervivencia. Todavía el Poder del Estado no ha sabido extirpar del ser humano el mandato genético de sobrevivir para conservar la especie, y ese mandato conlleva la necesidad de buscar el camino que mejor le permita cumplir con esa emoción de supervivencia, una búsqueda que exige elegir entre el mayor número de posibilidades reales. Esa búsqueda de la supervivencia y su correlato de bienestar es más plena cuanto más libre en sus decisiones es el individuo. De ahí viene el lógico anhelo de libertad en todo individuo, y de ahí viene la lógica irritación social frente a los dirigentes políticos, quienes incapaces de ofrecer garantías de una necesaria salud pública y una economía saneada, se muestran más preocupados por sobrevivir y vivir de sus partidos políticos.

Dicho categóricamente, se podría decir que dada la actual situación, uno de los dos, Estado o individuo, se está cavando su propia tumba, aunque de momento la partida la va ganando el primero.

No obstante, la emoción de la supervivencia es bastante más antigua que el nacimiento del Estado moderno, ya que es una cuestión sencillamente biológica. Y es con el desmoronamiento de nuestras instituciones, la corrupción intrínseca de su funcionamiento, como se empieza a evidenciar para muchos la urgente necesidad de controlar el poder político, y para ello, sólo hay un camino: la conquista de la libertad política colectiva que permita a la sociedad española establecer unas reglas de juego democráticas. Esto es, fundando una Constitución con el establecimiento de una verdadera separación de poderes y representación política.

Hasta que ese momento no llegue, el ciudadano español seguirá percibiendo que las reglas de convivencia ahora establecidas no ofrecen una respuesta satisfactoria a su necesidad vital, la irritación irá en aumento, y a los órganos del Estado, dirigidos por los partidos políticos, sólo les quedará el recurso legislativo para conseguir mayor disciplina social, un camino que dirige directamente al Estado totalitario.

Cincinnatus.

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