La corrupción de la verdad (José Ramón Ayllón).

1.  OPINIONES Y CERTEZAS.

A  lo lejos se  ve  una  figura humana… ¿O es  quizá un  árbol? No lo sé. Ahora  parece  que se  mueve;  sí… creo que  se  está acercando. ¿Es  hombre  o  mujer? Imposible,  a  esta distancia.

El  convencimiento que  un  hombre  posee sobre la  verdad de  sus   conocimientos admite  grados. El  más bajo se  llama duda, y consiste en  fluctuar  entre la afirmación y la negación de  una  determinada proposición, sin inclinarse  hacia un  extremo de  la  alternativa más que hacia el otro. Por  encima de  la duda  está la  opinión: adhesión a  una  proposición sin excluir la posibilidad de  que  sea falsa. Por  tanto, es  un  asentimiento  débil.

La opinión es  una  estimación ante lo contingente, ante aquello que  puede  ser o  no  ser, ser de  una  forma  o  de  otra. El  hombre  se  ve  obligado a opinar porque la limitación de  su  conocimiento le  impide alcanzar  siempre la  certeza  (puede  llover o no llover; puedo  morir dentro de  dos, doce, treinta  años…). La  libertad humana es otro claro factor de contingencia.

Por eso, hablar sobre la configuración futura de la sociedad o de nuestra propia vida, es  entrar de  lleno en  el terreno de lo opinable. Lo cual no significa que todas las opiniones valgan lo mismo. Si así  fuera, se ha dicho maliciosamente que habría que  tener muy en cuenta la opinión de los tontos, pues son mayoría. Séneca decía que  las opiniones no debían ser contadas sino pesadas.

No todo es opinable. Lo que  se  conoce  de  forma inequívoca no  es opinable sino cierto. Por  tanto, no  puedo tomar lo cierto como opinable,  ni viceversa: no puedo opinar que la Tierra es mayor que la Luna, ni asegurar con certeza que la República es la mejor forma de  gobierno.

La certeza se  fundamenta en  la evidencia, y  la evidencia no  es otra cosa  que  la presencia patente de  la realidad. La evidencia es  mediata cuando  no  se  da  en  la conclusión sino en  los pasos que  conducen a ella. No conozco   a  los  padres de  Antonio, pero   la existencia de Antonio evidencia la  de  sus   padres, la hace  necesaria. La existencia de  Antonio, al que  veo  todos los días, es para mí una certeza inmediata; la existencia actual o pasada de  sus   padres, a  los que  nunca  he  visto, también me resulta evidente, pero   con  una  evidencia no  directa  sino mediata, que  me  viene  por medio de  su  hijo.

La condición limitada del hombre  hace  que  la  mayoría de  sus   conocimientos no  se  real ice de  forma  inmediata. Son pocos  los hombres  que  han  visto las moléculas,  los fon  dos  marinos, la estratosfera o Madagascar. La mayoría de  los  hombres  tampoco  ha  visto  jamás, ni verá nunca, a  Julio César o a Carlomagno. Sin embargo, conocen   con  certeza la existencia de  esas y  otras muchas  personas y  realidades.

Su certeza se  apoya  en  un  tipo de  evidencia mediata: la  proporcionada por  un conjunto unánime  de  testigos. En un  caso, la comunidad  científica; en  otro,  las imágenes de  todos los medios de  comunicación; y  si se  trata de  hechos o  personajes del pasado, los testimonios elocuentes de  la Historia y  de  la Arqueología.

Estas evidencias mediatas se  apoyan  no  en  propios razonamientos, sino en  segundas o  terceras  personas. Si  no  admitiéramos su  valor, la ciencia no  progresaría, no  existiría la enseñanza,  apenas se  viajaría, leer no  tendría sentido… Es  decir, si sólo  concediésemos valor  a  lo conocido por  uno  mismo,  la vida social, además de  estar  integrada por  individuos ignorantes, sería  imposible. Por  tanto, es necesario y razonable dar crédito, creer. ¿Puede  tener  certeza quien cree? Sabemos que  la  certeza  nace  de  la evidencia. ¿Qué evidencia se  le ofrece al que  cree? Sólo  una: la de  la  credibilidad del testigo. El que  no  ha estado en  América  cree en  los que  sí  han  estado y  atestiguan su  existencia. El  que  nunca  ha  visto a Hitler  cree a  los  que  sí  lo vieron. Y  antes que  Hitler, Napoleón, el  Cid o Nerón. En todos estos  casos es  evidente  la credibilidad de  los testigos. Y  entre  esos casos debemos  incluir los que  dan origen a algunas creencias  religiosas. Por eso, la fe —creer el testimonio de  alguien—   es  una  exigencia racional,  y  su  exclusión es  una  reducción arbitraria de  las  posibilidades  humanas.

2. SUBJETIVISMO  Y VERDAD.

La verdad es  la  adecuación entre  el  entendimiento y  la realidad. Por  eso  depende  más de  lo que  son  las cosas que  del sujeto que  las conoce. Ese  sentido tienen los  versos de  Antonio  Machado:

¿Tu verdad? No,  la  Verdad, y  ven  conmigo  a  buscarla. La tuya, guárdatela.

Es  el sujeto quien debe  adaptarse a  la realidad, reconociéndola como es, de  forma parecida a  como el guante se  adapta a  la mano.  El subjetivismo surge precisamente  cuando  la inteligencia prefiere ahorrarse el esfuerzo o el disgusto de  ver  las cosas como son, y  decide colorear la realidad según  sus propios gustos: y entonces la verdad ya  no  se  descubre en  las cosas, sino que  se  inventa a  partir de  ellas.

El  terreno preferido del subjetivismo es  el de  los propios intereses.  Con frecuencia, la atracción de  la  comodidad, de  la riqueza, del poder, de  la fama, del  éxito o  del placer, puede  tener más peso  que  la propia verdad. Por  eso, si  suspendo un  examen,  nunca  será por  no  haberlo estudiado,  sino por  mala suerte  o  exigencia  excesiva del profesor. Y  si suspende un  niño, mamá  jamás  dudará de  la  capacidad de  la  criatura; antes pondrá en  duda  la  idoneidad del profesor o del libro de  texto, o asegurará que su hijo es listísimo aunque  «algo» vago  y  despistado.

El  subjetivismo, además  de  afectar a  lo más trivial, también deforma  las cuestiones  más graves:

– El  terrorista está convencido de que su causa es justa.

–  La mujer  que  aborta quiere creer que sólo interrumpe el  embarazo.

– El  suicida se  quita la vida bajo el peso de  problemas agigantados  por  una  subjetividad enfermiza.

– El  Estado totalitario se autodenomina Democracia Popular.

– Al antiguo defensor de la esclavitud y  al moderno  racista les conviene pensar que los hombres somos  esencialmente desiguales.

Para   que  la  verdad sea   aceptada es  preciso que  encuentre una  persona habituada  a buscar el bien y  rechazar el mal, como la buena  tierra es  necesaria  para que  la semilla germine. Y  el que vive según  sus   exclusivos intereses  suele carecer  de  la fortaleza necesaria para afrontar el compromiso de  la verdad. De aquella  fortaleza  que  empapa la declaración del filósofo griego: Soy  amigo  de  Platón, pero   soy  más  amigo  de  la verdad.

Pero  al hombre  no  le resulta fácil hacer o  pensar lo que  no  debe. Por  eso, para  evitar esa   violencia interna, si se  vive de  espaldas a  la verdad, se  acaba   en  la  autojustificación. La historia humana es  una  historia  plagada de  autojustificaciones más o  menos pobres. Ya decía Hegel  que todo   lo malo  que  ha  ocurrido en  el  mundo,  desde   Adán,  puede  justificarse con  buenas razones.  Al  menos,  puede  intentarse.

Lo que  queremos  decir es  que  la  deformación subjetivista es  voluntaria: Fui mahometano en Egipto y soy  católico en Francia, decía Napoleón. El subjetivismo es casi siempre la coartada para una  conducta deliberadamente equivocada,  como manifiesta  Dante  al principio de  la  Divina Comedia:  Un mal  amor me hizo ver   recto el camino  torcido. O  como lo describe, hecho de vida real,  Cervantes:

—¿Es  vuestra  merced, por  ventura, ladrón?

—Sí  —respondió él—,  para servir a  Dios  y  a  las  buenas gentes (…).

A  lo cual  respondió Cortado:

—Cosa  nueva  es  para mí que  haya  ladrones en  el mundo para servir  a  Dios  y  a  la buena  gente.

A  lo cual respondió el  mozo:

—Señor, yo  no  me meto  en  teologías; lo que  sé  es  que  cada  uno  en  su  oficio  puede  alabar a  Dios, y  más con  la orden  que  tiene dada  Monipodio  a  todos sus   ahijados.

—Sin  duda  —dijo  Rincón—debe  ser buena  y  santa, pues  hace  que  los ladrones sirvan a Dios.

—Es  tan santa y  buena  —replicó el mozo—,   que  no  sé  yo  si se  podrá   mejorar  en  nuestro  arte. Él  tiene  ordenado que  de  lo que  hurtáremos demos alguna cosa   o  limosna para  el aceite de  la  lámpara de  una  imagen  muy devota que  está en  esta ciudad, y  en  verdad  que  hemos visto  grandes cosas por  esta buena  obra  (…). Tenemos más:  que  rezamos  nuestro rosario,  repartido en  toda la  semana, y  muchos de  nosotros  no  hurtamos el día del viernes. 

Cervantes (Rinconete y  Cortadillo).

3. CARÁCTER CONTRADICTORIO DEL SUBJETIVISMO.

El  subjetivismo suele ser  relativista y  escéptico,  porque piensa que  la  verdad  de pende  del hombre,   que  es  tanto como decir que ese hombre no es capaz  o  no  quiere conocer lo que  las cosas son  realmente. Por  contraste,  la conclusión del  subjetivista es  dogmática: «yo  soy  la verdad». Pero  la  primera consecuencia de  esta postura  es  absurda: o  todos tenemos la  verdad y  nos  contradecimos, o  no  la tenemos   ninguno (y  si  esto último es  verdad, ya  hay  una  verdad).

«Protágoras pretendía que el hombre es la medida  de  todas las cosas, lo cual quiere  de ir  —comenta Aristóteles— que  todas las  cosas son, en realidad, tales como a  cada uno  le parecen. Pero  si así fuera, resultaría que  la misma cosa   es  y  no  es, que es  a la vez  buena  y  mala, y  que  todas las demás  afirmaciones  opuestas  son  igualmente verdaderas.»

Muchos siglos más tarde, la filosofía idealista alemana   también afirmará  que  no  conocemos la realidad como es, sino reflejada en  el estanque de  nuestro  conocimiento.  Sin  embargo, ya  observó Aristóteles que  si entendiésemos solamente el  producto de  nuestro  conocimiento, ninguna ciencia  versaría  sobre las realidades exteriores;  de  donde se  seguiría que  la técnica —ciencia aplicada— no  podría existir. Pero  ocurre  justamente lo contrario.

Aunque es  claro que  nuestro  conocimiento no  agota la realidad, no  se  puede  negar que  conocemos  muchas  verdades.  Verdades incompletas, como la punta  emergente que vemos del iceberg. Cuando Kant niega la posibilidad de  todo   conocimiento objetivo, uno  de  sus   críticos  escribe que  «la refutación más decisiva de  esta extravagancia filosófica, como de  todas las demás, es  la práctica, sobre todo la experiencia y la técnica. Si  podemos comprobar la exactitud de nuestra  concepción de un fenómeno natural creándolo nosotros mismos,  produciéndolo con  la ayuda de sus condiciones y  —lo que  es más—  haciéndolo servir para nuestros fines,  acabaremos con  la cosa  en  sí,  incognoscible, de  Kant».

Por  otra parte, la experiencia del error no  demuestra que nuestro conocimiento no  alcance la verdad, sino justamente lo contrario:  apreciamos lo erróneo en  comparación con  lo verdadero, ya  que  si  todos fueran errores no  nos  daríamos cuenta.

Otro  argumento lo aporta la existencia del lenguaje. El  hecho  de  hablar es  un  fenómeno universal e  innegable, y  significa al menos tres cosas: la existencia  de  un yo, de un  tú, y  de  un  ello objetivo. Si  lo entendido por  dos  interlocutores  fuera sólo subjetivo,  no  habría posibilidad de  entendimiento. La misma discusión es  prueba de  algo objetivo sobre lo que  se  discute, y  prueba irrefutable de  que  estamos ciertos de  la existencia de  una  verdad que, al  tiempo que  nos  trasciende,  nos  resulta  alcanzable.

Por  lo dicho, resulta  paradójica cualquier condena   de  la razón, pues no  puede  proceder  sino  de  la misma razón, que  afirma en  esa crítica su  propio valor  racional. Por eso se  dice que  quien trata  de  asesinar la razón la resucita.

4. LA VERDAD NO DEPENDE DE LA MAYORÍA.

La verdad es  la realidad. No consiste en  la opinión de  la mayoría, ni en  el común  denominador   de  las diferentes opiniones. Por  eso, esgrimir como supremo  argumento  lo que  hace  o  piensa la  mayoría de  la gente constituye una  pobre   excusa: puede  ser  la  coartada de  la propia fragilidad o  del propio interés. Además,  invocar la  mayoría como  criterio de  verdad equivale  a  despreciar la inteligencia. Unas palabras de  Fromm  lo expresan de  forma  contundente:

El  hecho  de  que  millones de  personas  compartan los mismos vicios no  convierte esos vicios en  virtudes; el hecho  de  que  compartan muchos errores no  convierte éstos en  verdades; y  el hecho  de  que  millones  de personas padezcan las  mismas  formas de  patología  mental no  hace  de  estas  personas gente equilibrada.

Es  un  gran   error  confundir la  verdad con  el hecho  puro y  simple de que  un  determinado número  de  personas acepten o  no  una  proposición. Si  se  acepta esa   identificación entre  verdad y consenso social, cerramos el  camino  a  la inteligencia y  la  sometemos a  quienes pueden  crear artificialmente ese  consenso con  los medios  que  tienen a  su  alcance. Es  como decir que  ya  no  existe la verdad, y  que  se  debe  considerar como tal  aquello que  decide quien tiene  poder  para imponer   mayoritariamente su  opinión.

(En  la versión de  Shakespeare, el  discurso de  Bruto   al pueblo  romano,  justificando el asesinato de  Julio César, es  plenamente convincente;  y  el  pueblo es convencido. Lo inquietante es  pensar que  nosotros  también hubiéramos aplaudido a  Bruto;  de  hecho,  aceptamos e  incluso defendemos acaloradamente los  argumentos  inverosímiles  de muchos Brutos intelectuales y  políticos de  nuestros días.)

La mentira se  puede  imponer de muchas maneras, y  no  sólo con  la  complicidad de  los grandes medios  de  comunicación. Sin  ellos  alcanzó a  Sócrates hace  más de  dos  mil  años: 

Sí, atenienses, hay  que  defenderse y  tratar de  arrancaros  del ánimo, en  tan corto espacio de  tiempo, una  calumnia que  habéis  estado  escuchando tantos  años  de  mis  acusadores. Y  bien quisiera  conseguirlo (…), mas la cosa   me parece difícil y  no  me hago ilusiones (…). Intrigantes, activos, numerosos, hablando de  mí con  un  plan  concertado de  antemano  y  de  manera  persuasiva, os  han  llenado los oídos de  falsedades desde hace  ya  mucho tiempo, y  prosiguen violentamente su  campaña  de  calumnias.

Sócrates representa la situación del hombre  aislado por  defender verdades éticas  fundamentales. Pertenece a  esa   clase de  hombres apasionados por  la verdad e  indiferentes a  las  opiniones cambiantes de  la mayoría. Hombres que  comprometieron su  vida en  la solución a  este  problema radical: ¿Es  preferible  equivocarse con  la  mayoría o  tener razón contra ella?

5. LA MULTINACIONAL DEL TÓPICO.

Los tópicos son ideas simples ampliamente difundidas. Son tópicos el trabajo eficiente de los japoneses, la perfección técnica de  los alemanes, el  buen  fútbol brasileño,  el humor inglés, la gracia andaluza, y  otros  muchos.

El  éxito de  los tópicos consiste en  expresar sencillamente una  idea sencilla.  Sin  embargo, las ideas sencillas  también pueden  ser falsas:  para muchos  norteamericanos, los  españoles somos  toreros o  guitarristas, y  todas las  españolas  bailan  flamenco.

Normalmente  la realidad es compleja, difícil de  racionalizar en  esquemas  simples, pero   los medios  de  comunicación y  las campañas  publicitarias  necesitan  simplificarla para hacerla  comprensible al  gran   público: así triunfan a  veces esas  ideas ridículamente caricaturescas.

Cuando se  transmiten altos  contenidos culturales  o  éticos,  la simplificación a  costa de  la  verdad suele acarrear peligrosas consecuencias. Así, por  ejemplo, el  marxismo  hizo creer que  todo   obrero era buena  persona por  el hecho  de  ser obrero, y  que  todo   empresario era odioso por  la misma razón (era la simplificación de  la  lucha de  clases). También  simplifica quien equipara el consumo de  drogas blandas con  el mero   hábito de  fumar; o  el que  identifica política y  corrupción, deporte de  elite y  dopping, etc. Como  se  ve, muchos tópicos se  encuentran en  los cimientos de  la cultura media  ambiental, y suponen un  alimento intelectual de  fácil digestión. Pero  en  la  medida en  que  se  expresan errores o  medias verdades, su nivel de aceptación es  equivalente a  su  nivel de  manipulación. Los  tópicos han  existido  siempre, pero   actualmente se  diría que  su  proliferación parece producida por  una  implacable multinacional.  Éstos son  algunos de  sus   mejores productos:

I. El  mito  del progreso. Decía  Miguel  Delibes, en  su  discurso de  ingreso a  la Real  Academia, que  nuestra  sociedad pretendidamente progresista es, en  el  fondo , de  una  mezquindad  irrisoria. En primer lugar por  el  escandaloso contraste entre  una  parte de  la humanidad  que  vive en  el delirio  del despilfarro mientras otra parte mayor  se  muere  de  hambre.

Afirmaba Delibes que  los carriles del progreso se  montan  sobre la idea de  provecho,   y  que  el dinero se  antepone a todo.  Así, «al  teocentrismo medieval y  al antropocentrismo renacentista  ha  sucedido un  objeto-centrismo que, al eliminar todo  sentido de elevación en  el hombre, le ha hecho caer en la abyección y la egolatría».  El  discurso alcanza quizá su  nota más grave en  la conclusión: si  el progreso debe  generar las secuelas inhumanas que observamos en nuestras sociedades más adelantadas, «yo  gritaría  ahora mismo,  con  el protagonista de  una  conocida canción americana:  ¡Que  paren la Tierra,  quiero apearme!».

II. Galileo. Todo el mundo sabe   que, en  la Edad Media,   la Inquisición condenó  a Galileo a  morir en  la  hoguera por  sostener que  la Tierra era redonda. Sin  embargo, Galileo no  fue   jamás  condenado a  morir, y  menos en  la hoguera, y  mucho menos por una  redondez conocida desde   los griegos y  demostrada por  Magallanes y  Elcano.

Además,  Galileo fue   contemporáneo de  Descartes, es  decir, la Edad Media  había terminado  200  años  antes.

III. La oscura Edad Media.  Como  se  ve, la Edad Media  da  para mucho.  En ella  no  dejó de  salir el sol, pero   se  dice que  era oscura en  otros sentidos: por  lo  poco que  sabemos, por  lo poco  que  nos  dejó, por  lo brutal del sistema feudal, por  su  incultura…

Sin  embargo, la historia medieval es  incomparablemente más conocida que  la historia  antigua, aunque  a  ésta nadie la llame oscura. Además,  sólo por  una  completa y  sospechosa  ceguera se  puede  calificar de  inculta a  la época  que  crea la Universidad. ¿No reconocemos como joyas únicas las catedrales góticas? ¿Puede  ser  producida su  belleza  por  hombres  rudos? ¿Se  pueden  levantar, sin conocimientos de  matemática  y  geometría, bóvedas de  piedra por  encima  de  los treinta y  cuarenta metros, destinadas  a  durar cientos de  años?

Por  otra parte, aunque  feudal rime  con  brutal y  bestial, el feudalismo no  tiene nada  que  envidiar a  la esclavitud persa, egipcia, griega o  romana. Además,  los récords  de  crueldad que  se  atribuyen a  la Edad Media  empezaron   a  ser pulverizados a partir de la Revolución Francesa. Es  el marxismo  quien ha  sido calificado  como la más grande empresa carcelaria de la humanidad, y Paul Johnson ha escrito en The Times que «desde 1900, y  a  instancias  del Estado, se  ha  acabado con  más vidas  humanas que  en  toda la historia de  la humanidad».

IV. El  dinero público para la escuela pública. Se  trata de  un  tópico apoyado  en  la fuerza de  un  buen  eslogan, y  presenta un  claro  ejemplo de  doble lenguaje.  Público significa al principio todos, y  al final, algunos. En realidad, se  está  diciendo que  el dinero de  todos ayude  sólo a  algunos. Sin  embargo, el  dinero público (los  impuestos)  procede de  todos los bolsillos  privados. Y  la mal  llamada enseñanza  privada  es  un  servicio  público semejante a  un  hotel, a  un  supermercado o a una  zapatería: tan pública como cualquier escuela pública. Sería mejor  una  nueva  denominación: enseñanza estatal y no estatal, ya  que  ambas  son  igualmente públicas.  Y  el nuevo  eslogan  debería  proponer un  reparto entre todos del dinero de  todos.

6. FORMAS Y FINES DE LA MANIPULACIÓN.

Manipular es  presentar lo falso como verdadero, lo negativo como positivo,  lo degradante como beneficioso. En cualquier  sociedad se  da  una  general  apetencia  hacia dos  objetos: el poder   económico   y  el poder   político. Ambas formas de  poder,  cuando  se  absolutizan, utilizan la manipulación para convertir a  las personas en  súbditos o  en  consumidores, en  posibles votantes o  compradores.

El  «pan  y  circo» de  los romanos  es  quizá el  primer ensayo de  manipulación de  masas  con  éxito.  Entonces y  ahora, las campañas  que  ofrecen el anzuelo de  la diversión y  del  placer tienen a  su  favor un  plano inclinado  cada vez más difícil de remontar por  el  que empieza a deslizarse en él. Entonces y  ahora, el hombre  es  convertido  en  pobre  hombre,  porque las  ramas  del deseo le  impiden ver  el bosque  lleno  de  posibilidades de  su  vida.

La manipulación de  la sexualidad, que  está en  la base   de  un  comercio pornográfico  enormemente rentable, es  uno  de  los ejemplos más claros. Por  medio de revistas, diarios, libros, radio, cine, televisión y  teatro, se  impone  la idea de  que  el placer  sexual —conseguido por cualquier medio  y  a cualquier edad— es necesario, lo  único realmente humano,  el auténtico fin del hombre.

Algunos  grupos políticos no  son  ajenos a  esta  manipulación. Se  preocupan de  suministrar  a  la sociedad la dosis de  «carne» suficiente para mantener despierta la sensibilidad animal de  los ciudadanos. Así, alimentados artificialmente los  instintos, la persona concentra su  atención en  ese   punto, como el animal en  su  comida  o  en  su  apareamiento. Para el político obsesionado por  el afán de poder, animalizar la sociedad  tiene una  ventaja clara: un  rebaño es  mucho más fácil de  manejar que  un  conjunto  de hombres  libres. Lenin  prometió a  los  dictadores  comunistas que, si lograban  este tipo  de  corrupción, la sociedad caería en  sus manos como fruta  madura.

Existe una  forma  de  manipulación propia  de  nuestro siglo:  se  trata —en palabras de Miguel Delibes— de  un  juguete para adultos que influye en la manera de  pensar.  Quizá el juguete moderno con más éxito y  que  suministra el  único alimento intelectual  de un  elevadísimo porcentaje  de  seres humanos.  La difusión de  consignas —sigue diciendo el escritor—, la eliminación de la crítica, la exposición triunfalista de logros parciales o  insignificantes y  la misma publicidad subliminal, van moldeando el cerebro de millones de televidentes que, persuadidos de  la bondad  del sistema, o  simplemente fatigados,  pero, en  todo caso, incapacitados para pensar por  su  cuenta, terminan por  hacer dejación de sus deberes cívicos,  encomendando  al Estado-Padre hasta las pequeñas responsabilidades comunitarias.

Los  hombres  que  trabajan para este medio  de  comunicación son  con  frecuencia los  primeros en  lamentar su  poder degradante. Vittorio Gassman declaraba a la prensa que la televisión trata de agradar a millones de  personas, y  por  eso  no  puede  evitar ser una gigantesca estupidez. Las jóvenes generaciones no  leen,  no  estudian, no  se  instruyen,  creen aprenderlo todo  en  la pantalla. La televisión parece que  ha  sustituido a  la realidad. Es  una  gran   mentira, un  espejismo peligroso,  una  auténtica máquina  di merda.

Un joven estudiante de Periodismo, con humor e ironía, exponía su  punto de vista en estos términos: David  desconectó el televisor, y un escalofrío recorrió todo  su  cuerpo  al pensar que  el aparato pasaría la noche  apagado. Sin  embargo, estaba contento. Había decidido comprarse aquellos  pantalones que  había visto en  el  anuncio de  las  seis y  veinte; el jabón que anunciaban en el intermedio de  la película era estupendo, y  las  gafas de  Larry Hagman le  habían recordado lo mucho que molestaba el sol al salir a  la calle. Se  compraría unas.  A  la mañana siguiente, mientras  desayunase con  la misma leche  descremada que  Jane  Fonda,  y con los bizcochos que  estaban en  todas las vallas publicitarias, camino de la oficina, David  se  felicitaría a  sí mismo por su  buen criterio para elegir  siempre lo mejor, sin dejarse engañar.

La televisión, obligada  normalmente a  comprimir muchas  noticias en  poco  tiempo, se apoya en  la imagen  para «explicar» lo que  sólo se  puede explicar con  palabras. Cae así en un tipo de manipulación muchas veces involuntaria,  perfectamente descrita  por  Bill Moyers:

Entré en  la oficina del noticiario vespertino, donde todos  eran  amigos míos  y  buenos profesionales. Me introduje en la «pecera», la cabina rodeada de  cristales desde   donde  se  controlan esos noticiarios  de  la CBS. Todos veían en el monitor el reportaje vía satélite de un  corresponsal en el Medio Oriente.  Aquello era extraordinariamente fílmico, con  gran  fuerza visual.  Un productor dijo: eso no  es una  noticia. Otro opinó: pero parece que lo es. El  productor ejecutivo concluyó: entonces sí es noticia. Esto es lo peligroso: como se cuenta con muy poco tiempo, la imagen, lo visual, sustituye al planteamiento  complicado que  requeriría una  explicación  verbal.

La forma  más clara de  manipulación es  la mentira. En 1983, Fidel  Castro dirigía  estas palabras a  un  grupo  de  periodistas franceses y  norteamericanos: Nosotros no  tenemos  ningún problema de  derechos humanos:  aquí no  hay  desaparecidos,  aquí no  hay  tortura dos, aquí no  hay  asesinados.

Hay mentiras light, pero   también hay  mentiras sangrientas.  En Francia, la campaña  a favor de  la legalización del aborto manejó  cifras falsas. Oficiosamente ya  se  sabía.  Oficialmente lo reconoció doce  años  más tarde el Instituto Nacional de  Estudios  Demográficos. La realidad del aborto masivo  y clandestino, empleada   insistentemente  en  la campaña, no  existía, pero   fue   «creada» por  el  simple procedimiento de  afirmar  que  existía. El  número  real fue   multiplicado por  cuatro y  el error se  convirtió en  astronómico.

Las  mentiras más suaves son  los  eufemismos: invidente  por  ciego,  desempleo por  paro, tercera edad  por  vejez, económicamente débiles en  lugar de  pobres, internos en  lugar de presos, aborto convertido en interrupción  del embarazo, dictaduras bautizadas  como democracias populares, y un larguísimo etcétera. Además, hay palabras como verdad, paz, libertad, justicia… que  no  tienen un  sentido fijo. Dice  Larra  que hay  quien las  entiende de  un  modo,  hay  quien las  entiende de  otro; hay,  por  fin, quien no  las entiende de  ninguno. Con ellas no  hay  discurso que  no  se  pueda  sostener, no  hay  cosa   que  no  se  pueda  probar, no  hay  pueblo a  quien no  se  pueda  convencer.

La tentación de  manipular es  constante porque el  afán de  dominio   y  la tendencia a  la autojustificación también lo son. Cervantes lo sabía, y delicadamente nos avisa de que andan entre nosotros siempre una  caterva de  encantadores que  todas nuestras  cosas mudan y truecan, y  las vuelven según su  gusto, y  según  tienen la gana  de  favorecemos o  destruirnos; y  así, eso  que a ti te parece bacía de  barbero me parece a  mí el  yelmo de  Mambrino,  y  a  otro le parecerá otra cosa. El  eufemismo  es  cervantino: «encantadores».

SHAKESPEARE: razones en  torno a  un  asesinato.

BRUTO:  Si  hubiese  alguno en  esta  asamblea que  profesara  entrañable  amistad a  César, a él le digo  que  el afecto de  Bruto   por  César   no  era menor  que  el suyo. Y  si entonces ese   amigo  preguntase por  qué  Bruto   se  alzó contra César, ésta es  mi contestación: «No  por que  amaba a  César  menos,  sino  porque amaba a  Roma más.»

¿Preferiríais que César  viviera y  morir todos esclavos, a que esté muerto  César  y todos vivir libres? Porque  César   me apreciaba, le lloro;  porque fue  afortunado, le celebro. Como  valiente, le honro, pero por ambicioso le  maté. Lágrimas hay  para su  afecto, júbilo  para su  fortuna, honra   para su  valor,  muerte para su ambición.

¿Quién  hay  aquí tan abyecto que  quiera ser esclavo? ¡Si hay alguno, que  hable, pues a él he ofendido! ¿Quién  hay  aquí tan estúpido que  no  quiera ser romano?  ¡Si hay  alguno, que  hable, pues  a  él he ofendido! ¿Quién hay  aquí tan vil que no ame a su patria? ¡Si hay alguno, que  hable, pues  a él he ofendido! Aguardo una  respuesta.

TODOS: ¡Nadie, Bruto, nadie!

BRUTO: ¡Entonces, a nadie he ofendido! ¡No he hecho  con  César  sino lo que haríais con Bruto! Los motivos de  su  muerte están escritos en  el Capitolio. No le  quitamos la gloria que  merecía,  ni  exageramos las culpas por las que  ha  sufrido la  muerte (…)

Si te pareció interesante, ¡compártelo!