Un Estado procustoniano.

Cuenta la mitología griega que en las montañas de la región del Ática habitó un bandido dueño de una posada que escondía una perversa obsesión. Procusto (o Procustes) se dedicaba a dar alojamiento a los viajeros solitarios para someterlos a un singular suplicio. Cuenta el mito que, llegada la noche, Procusto se fijaba en la estatura de sus huéspedes. A los altos los dirigía a una habitación en la que los ataba a un lecho de madera y hierro, cuyas dimensiones eran intencionadamente más pequeñas que las del huésped, para inmediatamente después serrar las partes de las extremidades que excedían del tamaño del lecho. Pero si, por el contrario, el viajero era bajo de estatura, lo acostaba en un lecho intencionadamente más grande y con un martillo fracturaba sus huesos y estiraba sus extremidades hasta que alcanzaran las dimensiones de aquella cama.

En el actual régimen partitocrático, la sociedad española es víctima de un Estado procustoniano, cuyas medidas de gobierno establecen las dimensiones sobre las que debe caer el imperio —o mejor— el peso de la ley. Unas medidas de gobierno absolutamente arbitrarias y disfuncionales para la sociedad a la que debe servir el Estado; un Estado que, lejos de brindar bienestar, por el contrario, unas veces amputa o excluye algunas de sus partes, y otras las machaca y las deja exhaustas hasta hacerlas llegar a un verdadero suplicio fiscal o laboral.

Pero el mito de Procusto acaba con la intervención de Teseo, quien aplicando la ley del Talión, tumba al bandido en su propio lecho, sometiéndolo al mismo suplicio hasta darle muerte.

Creo que la intervención de Teseo está cargada de un simbolismo extraordinario, pues tras dar muerte a Procusto, el héroe entró por fin en Atenas, siendo designado por el rey Egeo, heredero legítimo del reino ateniense. Y es que a la muerte del rey Egeo, y celebrados sus funerales, Teseo reorganizó la vida política del reino mediante el proceso llamado sinecismo ateniense, dando así lugar a lo que se conoce como la Fundación de Atenas.

Este proceso, el sinecismo ateniense, es bellamente descrito por Tucídides y Plutarco. El último dice así:

Después de la muerte de Egeo, (Teseo) se propuso una ingente y admirable empresa: reunió a los habitantes del Ática en una sola ciudad (asty) y proclamó un solo pueblo (polis) de un solo Estado, mientras que antes estaban dispersos y era difícil reunirlos para el bien común de todos, e, incluso, a veces tenían diferencias y guerras entre ellos. Yendo, por tanto, en su busca, trataba de persuadirlos por pueblos y familias [génoi]; y los particulares y pobres acogieron al punto su llamamiento, mientras que a los poderosos les prometió un Estado sin rey y una democracia que dispondría de él solamente como caudillo en la guerra y guardián de las leyes, en tanto que en las demás competencias proporcionaría a todos una participación igualitaria. Algunos parecieron aceptar estas razones, pero otros, temerosos de su poder, que ya era grande, y de su decisión, les parecía preferible aceptarlas por la persuasión mejor que por la fuerza.

Derribó, por consiguiente, los pritaneos y consistorios (bouleuteria) y abolió las magistraturas de cada lugar y, construyendo un pritaneo y consistorio (bouleuterion) común para todos allí donde ahora se asienta la ciudad, al Estado le dio el nombre de Atenas e instituyó las Panateneas como fiesta común.

Celebró también las Metekías (Metoikia) el día dieciséis del mes de Hecatombeón, fiestas que todavía hoy celebran.

Por eso, al pensar sobre este mito, también vienen a mi mente las personas que hoy luchan por alcanzar la libertad política colectiva, los herederos de Teseo, aquellos que aprenden de la historia para dar fundamento a nuestro mito-guía. Una lucha que nos pone en contacto con lo más heroico de nuestros ancestros, una lucha, en palabras de Levi-Strauss, por la unión del pensamiento con la vida.

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