La oligarquía es el opio del pueblo.

Hace ya algunos años, leyendo el magnífico libro de Antonio Escohotado titulado Historia general de las drogas, entendí que básicamente toda droga es tóxica, adictiva y genera tolerancia. A lo largo de ese concienzudo libro, su autor hace una interesantísima indagación histórica de la presencia de las drogas en las distintas culturas por él examinadas. El común denominador era la existencia siempre de una sustancia, ya fuera alcohol, tabaco, heroína o cualquier otra sustancia que ocasionara simultáneamente esos tres efectos.

Pero hay otras causas adictivas para el hombre, a las que se las denomina genéricamente como adicciones sin sustancia.

Ciertamente, en el siglo diecinueve, Karl Marx afirmó que «la religión es el opio del pueblo» estableciendo así un vínculo profundo entre un sentimiento popular y un estado de estupefacción o de ilusión. Estoy convencido de que en el siglo veinte las sustancias espirituales más adictivas y tóxicas fueron los regímenes totalitarios de partido único conformados por el nacionalsocialismo y comunismo soviético o chino; regímenes políticos novedosos de ese siglo y extremadamente adictivos y tóxicos, hasta el punto de aniquilar a millones de personas.

Conviene recordar que fue un sistema democrático el que contuvo su expansión, el sistema estadounidense, pero desgraciadamente, y por la propia naturaleza del poder, los Estados que cayeron bajo el totalitarismo fueron posteriormente diseñados como oligarquías de partidos políticos estatales, a excepción de Francia. España seguiría esa fórmula con el régimen del 78.

En el siglo veintiuno, centrándonos en España, el proceso de tolerancia a la inmoralidad política  de esta oligarquía es crítico.

De hecho, no hay rastro de otros valores espirituales, es todo ideología. Hoy los nuevos sacerdocios se forman en los partidos políticos, por lo general vocaciones tempranas alimentadas ya en sus estructuras orgánicas, y que una vez maduradas, ejercen en omnipresentes instituciones públicas. Un sacerdocio político que sus catequistas ayudan a propagar en las redacciones editoriales, instruyendo en la nueva palabra, democracia, que en rigor es oligarquía.

Dicen que la salvación del pueblo está en ellos, ellos son la esperanza, la ilusión, el nuevo viático espiritual; los catequistas saben hacer su trabajo, están en las televisiones, en los periódicos, en nuestros colegios, en nuestras universidades; digo nuestras, porque las financiamos y las experimentamos, pero ellos las dirigen.

Por lo tanto, volviendo a Marx, y para darle su sentido actual a su frase y al texto que la contiene, habría que sustituir la alusión a la religión por la referencia a la actual oligarquía, diciendo así:

La miseria oligárquica es, al mismo tiempo, la expresión de la miseria real y la protesta contra la miseria real. La oligarquía es el suspiro de la criatura atormentada, el alma de un mundo desalmado, y también es el espíritu de situaciones carentes de espíritu. La oligarquía es el opio del pueblo. Renunciar a la oligarquía en tanto dicha ilusoria del pueblo es exigir para este una dicha verdadera. Exigir la renuncia a las ilusiones correspondientes a su estado presente es exigir la renuncia a una situación que necesita de ilusiones. Por lo tanto, la crítica de la oligarquía es, en germen, la crítica de este valle de lágrimas, rodeado de una aureola de pseudo-democracia.

Efectivamente, el oligarca, auténtico hereje en el siglo veintiuno de la palabra democracia, se ha vestido con ese ropaje democrático y sabe que su prédica provoca estupefacción. Sus adeptos se encargan de hacer el milagro, ilusionar a la sociedad, pero para ello la hacen más adicta y más tolerante a su corrupción moral e intelectual. Simultáneamente, la toxicidad de su droga también produce su efecto en un cuerpo institucional muy deteriorado y entumecido, cada vez más inclinado al policonsumo, cuya consecuencia es la masiva intoxicación y el fallo sistémico. Es el caso evidente de unos indultos que benefician únicamente al Gobierno que los concede y a los delincuentes que los reciben. ¿Qué ejemplo puede extraer la sociedad española de ello?

Los partidos políticos trabajan de manera acelerada y oportunista, a causa de una adictiva emoción de supervivencia en el poder, ¿hay peor Estado para una nación?

No parece que quede demasiado tejido sano en este cuerpo español tan maltrecho, pero no cabe duda de que en él está la verdadera esperanza de salvar su historia y su futuro. Dependerá de su valor, su carácter y su integridad.

Hoy no hay lugar para la pasividad, porque quien permanece quieto cuando pudo y tuvo que actuar, otorga al enemigo el beneficio de la traición.

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