Es amarga la verdad.

¿Quién con su fiereza espanta,

el cetro y corona al Rey?                            

¿Quién, careciendo de ley,

merece de nombre de santa?

Francisco de Quevedo.

En la plaza de la Térmica, desde el mirador de África, frente a las casitas matas, contemplo el amanecer del primer día de verano. A lo lejos, descansa la línea del horizonte sobre un mar apacible y turquesa. El cielo estalla en colores oro, irradiado por un hermoso melocotón de belleza. Observo la abstracción de unas siluetas, se me antoja que son los montes del vecino Marruecos.

Es como si fuese el instante del origen de la vida, el amanecer del planeta.

Pienso en España y súbitamente me asalta al pensamiento, la inquietante imagen de un agujero negro, una singularidad del espacio tiempo llamada horizonte de sucesos. Siento miedo y una leve ira hincha mis venas, rompiendo la paz que me inundaba apenas hace unos momentos.

¿Horizonte? ¿Cuál es el horizonte de esperanza de un país, cómo explicar en una columna de opinión de apenas 45-75 caracteres por unas cuantas líneas, la ensoñación dentro de este sueño paradójico donde malviven y pastorean mis compatriotas, (fíjense bien, no he dicho: conciudadanos)?

La política ficción es literatura, los vaticinios agoreros pertenecen a las artes mágicas. Tendré que afrontar el reto desde las ciencias de la Clío historia. Del pasado presente al futuro no muy lejano y posiblemente predecible. Al clásico me remito, y escribió Quevedo:

Pues es amarga la verdad

quiero echarla de la boca

y si el alma su hiel toca

esconderla es necedad,

sépase, pues libertad

he engendrado en mi pereza

la pobreza.

El pueblo español es un pueblo alucinado, las percepciones políticas inexistentes las considera como reales.

Quinientos años de monarquía son una losa y apenas una década de repúblicas no es suficiente. En todo este tiempo, los españoles no hemos vivido ni un sólo minuto de libertad política, ni de democracia; dixit Trevijano. El gran ignorado.

El español vive de migajas, de libertades individuales, concedidas por el derecho de una Carta Otorgada, lo que los cínicos llaman: «la Constitución que nos hemos dado». ¿Quién se la ha dado?

España es un país traicionado. Nuestro pueblo es un extrañado de sí mismo; la alteralidad del que no sabe de dónde viene ni hacia dónde va. El español, hoy más que nunca, y ya es un decir, sigue preguntándose: ¿Qué es ser español? Se le ha explicado por activa y por pasiva, hasta la saciedad, que se es español como se es hijo de padre y madre, algo no decidible; un ser genuino, un cuerpo y un todo natural. Si me apuran, con cierto cinismo, diré que se es español porque no se puede ser otra cosa.

Ayer, el gobierno de esta partitocracia indultó a los líderes secesionistas de la otra partitocracia, la catalana. Sánchez vendió su presidencia por un plato de lentejas (ya saben lo que se hace con éstas: el que las quiere las come y el que no las deja). Terminando, el presidente, el trabajo de todos sus predecesores, oposición incluida.

Una tragedia, y una única solución de futuro que pasa por la expulsión a la sociedad civil, de los chulos del Estado. ¡De todos los chulos!: Gobierno, parlamento, instituciones del Estado, sindicatos, patronal, algunas sotanas y un largo etcétera de adláteres vendepatrias.

Por último, dos cosas: Jamás, jamás, jamás un Borbón más, y la apertura de una etapa de libertad política constituyente que culmine con la finalización de un proceso constitucional, votado por todos los españoles (digo donde quepamos todos. Quede claro).

Por lo que a mí respecta que se proclame la I República Constitucional (Sí, sí, la primera, que no haya duda) de España. ¡Viva la República!

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