No, señor; eso no es un elefante.

Un niño de seis años que visitaba un zoo con su colegio se acercó entusiasmado a un gran foso donde esperaba ver algo grandioso. Se elevó sobre sus talones para echar la vista abajo. Allá, en el foso, un animal sesteaba tranquilo. Como no sabía lo que era aquello, leyó el panel explicativo que había frente al foso. Decía: “Elefante africano”. Como el niño dudaba, preguntó a un señor de uniforme que parecía el cuidador:

-Señor, ¿qué animal es este?

-Es un elefante- contestó el cuidador sonriendo al pequeño.

Aún suspicaz, el niño preguntó a la maestra, que le corroboró que aquello era, como decía el cartel, un elefante. El niño no preguntó más y se quedó observando a aquel animal extraño. Sus padres, aficionados a la naturaleza, le habían dicho desde pequeño que un elefante se reconoce fácilmente por tres características: tiene un cuerpo enorme, su piel es de color gris y tiene una larga nariz llamada trompa. Sin embargo, aquello que veía allí abajo era de tamaño mediano, tenía la piel naranja con rayas negras y la nariz chata rodeada de largos bigotes blanquecinos. Aquello no era un elefante. No podía serlo, por mucho que se lo dijesen los paneles, el cuidador y hasta su profesora. Simplemente, no tenía las características que definen a un elefante. Aquello era otra cosa.

Muchos españoles nacimos en el régimen político surgido tras la Transición. Otros tantos vivieron aquel proceso que transformó la dictadura criminal que agonizaba en un nuevo y luminoso régimen de libertad que llamaron “democracia”. Los primeros no hemos conocido otro sistema de gobierno y no podemos, por tanto, juzgar por comparación. Los segundos sí pueden, y en general están satisfechos con un régimen que, tras la feroz represión anterior, trajo importantes derechos y permite numerosas libertades civiles. Desde 1978 los españoles podemos decir, publicar y cantar casi cualquier cosa, manifestarnos cuando algo no nos gusta, crear asociaciones de distinto signo, votar a unos cuantos partidos cada cuatro años, o criticar lo que creemos que está mal hecho. Hasta ahí, de acuerdo. Pero, ¿es eso democracia?

La democracia, o gobierno del pueblo, para serlo, ha de cumplir tres características esenciales: los ciudadanos han de tener poder de decisión en los asuntos públicos, todos los ciudadanos han de ser iguales ante la ley, y ha de existir separación de los poderes del Estado. Sin embargo, cuando observamos atentamente el régimen político surgido tras la Constitución de 1978, vemos con claridad que no tiene ninguna de esas tres características que definen la democracia.

En primer lugar, los ciudadanos no decidimos nada; no participamos en las decisiones que nos afectan, ni directamente, ni mediante representantes. Los mecanismos de participación ciudadana directa en los asuntos públicos, como el referendo (art. 92 CE) o la iniciativa legislativa popular (ILP; art. 87.3 CE), están extraordinariamente restringidos por nuestra Constitución, tanto en cantidad (una ILP requiere al menos 500.000 firmas para ser “debatida” en el Congreso de los Diputados) como en calidad: los asuntos que pueden tratar las ILP son de poca enjundia, y no pueden afectar a leyes orgánicas, tributarias o de carácter internacional, ni a los indultos. Entre 1986 y 2012 sólo se han presentado 66 ILP, de las cuales apenas 12 superaron la barrera de las 500.000 firmas y, tras debatirlas, sus “señorías” sólo han aprobado una.

Por su parte, los referendos pueden convocarse para consultar a la ciudadanía sobre asuntos de especial trascendencia a propuesta del Presidente del Gobierno, previo acuerdo del Congreso de los Diputados. En los 42 años de vigencia de la Constitución sólo se han convocado 2 referendos: sobre la entrada de España en la OTAN, y sobre la Constitución Europea, éste además obligado por las normas comunitarias.

Alguien podría argüir, como se publicita asiduamente, que la democracia directa no es practicable, que la gente no tiene interés en la política y muchas otras excusas para evitar que el pueblo decida, y que, en su lugar, tenemos un sucedáneo de “democracia” que es la “democracia representativa”, en la cual los ciudadanos eligen a sus representantes, organizados en partidos, en elecciones periódicas. Sin embargo, en España los partidos incumplen sistemáticamente sus programas electorales cuando llegan al poder, y no son penalizados por ello. No existen mecanismos para castigar al político que traiciona a sus votantes en el momento en que deja de representarles. La propia Constitución vigente (art. 67.2) prohíbe el mandato imperativo; es decir, que los representantes se vean legalmente obligados a representar fielmente el mandato de los electores. ¿Qué opción le queda al ciudadano? ¿Dejar de votar al partido que le engañó? ¿A quién votar, si todos incumplen y emplean el engaño como herramienta electoral? En España cumplir las promesas electorales y representar a la ciudadanía en la toma de decisiones depende exclusivamente de la buena voluntad del político de turno, que suele anteponer sus propios intereses y los de su partido a los de su electorado o al borroso interés general. En resumen, si en España no existe democracia directa y la representación política es disfuncional, no puede afirmarse que los ciudadanos corrientes tengan poder de decisión sobre los asuntos públicos que les afectan. El poder en España está acaparado por los políticos electos.

En segundo lugar, los españoles no somos iguales ante la ley. Hay españoles de primera: políticos, jueces, miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad y de la Casa Real, que son juzgados por tribunales especiales elegidos por los políticos: son los aforados (arts. 71 y 102 CE). Y hay españoles de segunda, todos los demás, a quienes nos juzgan por nuestros delitos los tribunales ordinarios, sin supervisión política. Entre los privilegiados por las leyes, sobresale la figura del Rey, que no es que sea juzgado por tribunales especiales si comete un delito; es que según nuestra Constitución vigente, es inviolable y no está sujeto a responsabilidad (art. 56 CE). Es decir, que no puede ser juzgado. Ello significa que no se le pueden imputar actividades delictivas mientras ejerza su cargo como Jefe del Estado.

En tercer lugar, en España no existe separación de los tres poderes básicos del Estado: ejecutivo, legislativo y judicial. El jefe de cada partido elige una lista cerrada de diputados con la que se presenta a las elecciones. Pues bien, si sale elegido, el jefe del partido, que es diputado (poder legislativo) se convertirá en jefe del gobierno (poder ejecutivo), escogiendo a los miembros de su gobierno potestativamente entre los miembros del Congreso (o parlamento autonómico o ayuntamiento, dependiendo de la escala administrativa) o entre afines “independientes” (no diputados). De esta forma, todo o parte del Gobierno (poder ejecutivo) lo forman las mismas personas del partido que tiene una mayoría de diputados en el parlamento (poder legislativo), por lo que quien gana las elecciones en España, controla el poder ejecutivo y la mayoría del legislativo. Pero no acaba ahí la mezcla de los poderes del Estado: los líderes de los principales partidos de gobierno nacionales (fundamentalmente PP y PSOE) pactan entre ellos quiénes formarán parte de los tribunales de más alta jerarquía de la nación (poder judicial): el Tribunal Constitucional, el Tribunal Supremo y el Tribunal de Cuentas (arts. 123 y 159 CE). Estos tribunales son los encargados de juzgar a los propios políticos que los han elegido, en su condición de aforados, como apuntaba en el punto anterior, en un flagrante conflicto de intereses. Por ejemplo, de los 12 miembros del Tribunal Constitucional, que debe velar por el cumplimiento e interpretación de la Constitución, cuatro son elegidos por el Congreso, cuatro por el Senado, dos ¡por el Gobierno!, y otros dos, por el Consejo General del Poder Judicial, también politizado (CGPJ; art 159 CE). De sus 12 miembros, ¡10 son elegidos entre el poder legislativo y el ejecutivo! Aún peor: de los 12 miembros del Tribunal de Cuentas, encargado de controlar la actividad económica de los partidos políticos, seis los eligen los partidos mayoritarios del Congreso y seis, los del Senado, en otro ejercicio inadmisible de intromisión política en el poder judicial.

Los partidos mayoritarios y sus asociaciones judiciales también eligen a los miembros del órgano de gobierno de los jueces: el Consejo General del poder judicial (CGPJ; art. 122 CE), que, entre otras funciones, elige a los miembros del Tribunal Supremo, incluido su Presidente, que lo es también del CGPJ. En resumen, en España el poder ejecutivo controla el legislativo, del que forma parte, y elige a la cúpula del poder judicial.

Por si fuera poco, el gobierno tiene potestad de elegir directamente al Fiscal General del Estado (art. 124 CE), que imparte órdenes e instrucciones a todos los fiscales del país. Para terminar, el poder ejecutivo conserva una prerrogativa arbitraria propia de otras épocas y regímenes para revertir las decisiones del poder judicial: el indulto. La Constitución permite en España una acumulación de poder inmensa por parte del gobierno que es comparable, en caso de mayoría absoluta, al de regímenes dictatoriales.

Llevamos 42 años escuchando y leyendo sin parar eso de que “España es una democracia”, una “gran democracia” o una “democracia avanzada”, pero por mucho que se repita una mentira (siento contradecir a Goebbels), no se convierte en verdad, aunque logre engañar a mucha gente. La Constitución Española de 1978, posiblemente la mejor que pudo lograrse en aquella coyuntura histórica, nos dotó de importantes libertades civiles y derechos, pero no es democrática. Impide a los ciudadanos decidir sobre los asuntos que les afectan, consagra la desigualdad de ciertos españoles ante la ley y ratifica la fusión de los poderes del Estado bajo el monopolio de los partidos. No, hijo, eso que tienes delante no es un elefante. Es otra cosa.

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