El ecosistema oligárquico es antinatural.

Es un hecho aceptado por la actual neurociencia que el cerebro humano está diseñado para sobrevivir y no para buscar la verdad, y en esto nos parecemos también a los tunicados, unos animales que constituyen la forma de vida con cerebro más elemental. Los tunicados utilizan su cerebro para buscar su hábitat, eligen el entorno que juzgan más favorable para ello, y una vez que lo encuentran, se establecen allí definitivamente y se comen su propio cerebro por resultarles así más útil.

Me atrevo a decir que nuestra oligarquía de partidos es un ecosistema generado por evolución histórica, idóneo para una tipología humana muy cercana a los tunicados, en el que la verdad es una amenaza, y el instinto de supervivencia se desarrolla hasta la hipertrofia, creando así una pseudo-realidad perfecta que nada tiene que ver con la realidad experimentada por la sociedad a la que dicen servir. En este sentido, supervivencia equivale a obediencia sin la menor resistencia intelectual o moral y colaboración a ultranza en su mantenimiento.

Pero el problema no son los tunicados, el problema es el ecosistema oligárquico porque se nutre del valor intrínseco que tiene una sociedad, una riqueza inconmensurable que se extrae de unos valores humanos, cultivados, más o menos, de manera natural por sus ciudadanos. Nótese que cuanto más culta sea una sociedad, más valor tiene en sí misma, y por tanto, más nutricia es; lo cual produce una relación de inestabilidad paradójica entre la oligarquía y la sociedad. La cultura y la obediencia están reñidas.

Pero ese miembro de la sociedad civil tiene que sobrevivir en medio de la realidad en la que ha nacido y aquí es donde este sujeto experimenta un fenómeno muy curioso, y es que esa realidad está compuesta de realidades auténticas y de realidades ficticias. Por ejemplo, una realidad auténtica, es que tiene que ganarse el pan con el sudor de su frente; si no eres un tunicado del ecosistema oligárquico, si vives en la sociedad civil, nadie te paga por un servicio no prestado. Otra realidad auténtica es que el ecosistema oligárquico impone el deber de obediencia a sus instituciones. Y por último, un ejemplo de realidad ficticia, es el hecho de que esta sociedad actúa como si existiera separación de poderes o representación política del elector.

El caso es que detrás de una realidad política ficticia siempre hay una mentira interesada, así, se nos inculca creer en el ecosistema oligárquico porque es lo que necesita éste para su supervivencia, una supervivencia —y este es el meollo de la cuestión—, antinatural, en la medida que sacrifica a unos congéneres para beneficiar a otros sin más mérito que su obediencia/utilidad militante; esto es, un modo de vida parasitario de su propia especie. Hoy más que nunca podemos comprobar las inhumanas consecuencias que acarrea para la sociedad un régimen oligárquico que selecciona los individuos que tienen asistencia médica en una pandemia y los que no tienen acceso a esos cuidados médicos.

Que nuestro cerebro esté diseñado para sobrevivir y no para buscar la verdad, no quiere decir que podamos prescindir de esta última, al contrario, es una herramienta intelectual que nos permite evolucionar más eficazmente. Si el individuo necesita vivir en una sociedad sostenida en unos valores morales auténticos, es fundamental conciliar la moral con la verdad.

Por eso es crucial para nosotros ser leales a nuestra propia naturaleza y saber que sin libertad no hay verdad, y sin libertad política colectiva, no hay verdadera democracia.

Cincinnatus.

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